El agua que volvió del cerro

El cambio y las soluciones sostenibles pueden surgir desde la base comunitaria, mediante la colaboración, la memoria colectiva y la acción decidida. Cooperar no es solo trabajar juntos, sino también cuidarse mutuamente y construir un futuro común.

 

 

 

 

 

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LA SEQUÍA

LA IDEA DE ROSA

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LA RESPUESTA

LA TRANSFORMACIÓN

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EL AGUA NO SOLO CORRE POR LA TIERRA

LA SEQUÍA

 

En el ejido El Espino, un lugar de casas dispersas entre montes, parcelas y caminos de polvo, la tierra comenzaba a agrietarse. El agua del pozo común bajaba cada semana, y las lluvias, que antes llegaban puntuales, se habían vuelto promesas rotas del cielo.

Los agricultores empezaban a preocuparse. El café, el maíz, las calabazas… todo sufría. Pero lo más grave era que la cooperativa, formada apenas hacía tres años con mucho esfuerzo, se veía en riesgo. ¿Cómo producir sin agua?, ¿cómo cumplir los pedidos del mercado justo que tanto les había costado conseguir?

Una tarde, el Consejo de Administración se reunió en la antigua escuela. Estaban Jorge, el presidente; Martha, la tesorera; don Elías, el secretario, y otros tres socios.

—Debemos pedir apoyo al gobierno —dijo Jorge—. Un pozo profundo. Lo he hablado con un diputado.

—Eso tarda años —respondió Martha—. Y mientras, ¿qué hacemos?

Don Elías, que hablaba poco pero pensaba mucho, comentó:

—Tenemos que encontrar una solución nosotros, con lo que tengamos.

La discusión siguió, pero nadie propuso algo concreto. Al final, como en muchas reuniones, se levantaron sin acuerdos.

LA IDEA DE ROSA

 

Rosa tenía 19 años y era parte del grupo de jóvenes de la cooperativa. Ayudaba en la administración, llevaba registros, tomaba fotos de las cosechas para el catálogo digital que apenas habían lanzado. No tenía cargo, pero siempre estaba allí.

Había escuchado la reunión desde la cocina donde preparaba café. Al día siguiente, salió con su abuelo, Tomás, hacia el cerro. Él le había contado que, muchos años atrás, cuando también hubo sequía, la gente del pueblo construyó un canal para desviar el agua de un manantial alto en la sierra.

Llegaron al lugar. El canal estaba cubierto de tierra y ramas. Las piedras rotas. Pero el manantial aún respiraba: goteaba entre musgo y sombra.

—¿Y si lo limpiamos? —preguntó Rosa.

—¿Tú sola? —dijo el abuelo, sonriendo—. Se necesita más que eso.

—Pero con ayuda, sí se puede.

Esa noche, Rosa no durmió. Escribió mensajes, grabó un video corto, y lo envió al grupo de WhatsApp de la cooperativa:

“Hola a todas y todos. Fui al manantial con mi abuelo. Todavía tiene agua. El canal está casi muerto, pero podríamos revivirlo. No es solución total, pero sí ayuda. Necesitamos manos, voluntad y machetes. ¿Quién se anima?”

LA RESPUESTA

 

Al principio, solo respondieron tres jóvenes. Luego cinco más. Algunos adultos preguntaron, con tono escéptico:

—¿Y si no alcanza el agua?

—¿Y quién va a pagar?

Pero Rosa no discutió. Al tercer día, salieron doce personas al cerro: jóvenes, madres, dos niños, y hasta don Elías con su sombrero de palma.

Durante una semana, limpiaron el canal, removieron piedras, cargaron tierra, colocaron troncos y refuerzos. No tenían planos, pero sí recuerdos: una señora mayor les señaló por dónde corría antes el agua. Alguien donó una carretilla. Otro llevó tacos y atole.

La gente del pueblo comenzó a pasar y a mirar. Unos ofrecieron herramientas. Otros solo observaban.

Pero al décimo día, al caer la tarde, sucedió.

Una gota, luego un hilo. Luego un pequeño flujo que bajó cantando entre los matorrales y las piedras nuevas.

Rosa lloró. No por cansancio, sino porque había visto que el trabajo en común era real. Que la voluntad compartida tenía fuerza.

LA TRANSFORMACIÓN

 

El agua no era suficiente para todas las parcelas, pero sí alcanzaba para mantener los cultivos de autoconsumo, para las mujeres que sembraban hortalizas, para los viveros de café y para las familias con niños.

Más importante aún, el gesto había encendido algo. Las personas que no creyeron al principio, ahora preguntaban cómo colaborar. El Consejo de Administración volvió a reunirse, esta vez con más gente en el salón y otra actitud.

—Tal vez no necesitábamos un pozo —dijo Jorge—. Lo que necesitábamos era organizarnos de verdad.

Y así fue como nació el Comité del Agua Comunitaria, donde mujeres, jóvenes, adultos mayores y productores coordinaban el uso del manantial, reparaban lo que se rompía y cuidaban la cuenca.

Rosa no pidió un cargo. Siguió como siempre: haciendo, sumando, animando.

EL AGUA NO SOLO CORRE POR LA TIERRA

 

Con el tiempo, el canal fue mejorado, con apoyo de otras cooperativas y una universidad. Pero lo más importante fue que la gente volvió a creer en sí misma.

Entendieron que el agua que volvió del cerro no era solo líquido: era memoria, era organización, era el hilo invisible de una comunidad que, cuando coopera, resiste cualquier sequía.

La sequía

En el ejido El Espino, un lugar de casas dispersas entre montes, parcelas y caminos de polvo, la tierra comenzaba a agrietarse. El agua del pozo común bajaba cada semana, y las lluvias, que antes llegaban puntuales, se habían vuelto promesas rotas del cielo.

Los agricultores empezaban a preocuparse. El café, el maíz, las calabazas… todo sufría. Pero lo más grave era que la cooperativa, formada apenas hacía tres años con mucho esfuerzo, se veía en riesgo. ¿Cómo producir sin agua?, ¿cómo cumplir los pedidos del mercado justo que tanto les había costado conseguir?

Una tarde, el Consejo de Administración se reunió en la antigua escuela. Estaban Jorge, el presidente; Martha, la tesorera; don Elías, el secretario, y otros tres socios.

—Debemos pedir apoyo al gobierno —dijo Jorge—. Un pozo profundo. Lo he hablado con un diputado.

—Eso tarda años —respondió Martha—. Y mientras, ¿qué hacemos?

Don Elías, que hablaba poco pero pensaba mucho, comentó:

—Tenemos que encontrar una solución nosotros, con lo que tengamos.

La discusión siguió, pero nadie propuso algo concreto. Al final, como en muchas reuniones, se levantaron sin acuerdos.

La idea de Rosa

Rosa tenía 19 años y era parte del grupo de jóvenes de la cooperativa. Ayudaba en la administración, llevaba registros, tomaba fotos de las cosechas para el catálogo digital que apenas habían lanzado. No tenía cargo, pero siempre estaba allí.

Había escuchado la reunión desde la cocina donde preparaba café. Al día siguiente, salió con su abuelo, Tomás, hacia el cerro. Él le había contado que, muchos años atrás, cuando también hubo sequía, la gente del pueblo construyó un canal para desviar el agua de un manantial alto en la sierra.

Llegaron al lugar. El canal estaba cubierto de tierra y ramas. Las piedras rotas. Pero el manantial aún respiraba: goteaba entre musgo y sombra.

—¿Y si lo limpiamos? —preguntó Rosa.

—¿Tú sola? —dijo el abuelo, sonriendo—. Se necesita más que eso.

—Pero con ayuda, sí se puede.

Esa noche, Rosa no durmió. Escribió mensajes, grabó un video corto, y lo envió al grupo de WhatsApp de la cooperativa:

“Hola a todas y todos. Fui al manantial con mi abuelo. Todavía tiene agua. El canal está casi muerto, pero podríamos revivirlo. No es solución total, pero sí ayuda. Necesitamos manos, voluntad y machetes. ¿Quién se anima?”

La respuesta

Al principio, solo respondieron tres jóvenes. Luego cinco más. Algunos adultos preguntaron, con tono escéptico: —¿Y si no alcanza el agua? —¿Y quién va a pagar? Pero Rosa no discutió. Al tercer día, salieron doce personas al cerro: jóvenes, madres, dos niños, y hasta don Elías con su sombrero de palma. Durante una semana, limpiaron el canal, removieron piedras, cargaron tierra, colocaron troncos y refuerzos. No tenían planos, pero sí recuerdos: una señora mayor les señaló por dónde corría antes el agua. Alguien donó una carretilla. Otro llevó tacos y atole. La gente del pueblo comenzó a pasar y a mirar. Unos ofrecieron herramientas. Otros solo observaban. Pero al décimo día, al caer la tarde, sucedió. Una gota, luego un hilo. Luego un pequeño flujo que bajó cantando entre los matorrales y las piedras nuevas. Rosa lloró. No por cansancio, sino porque había visto que el trabajo en común era real. Que la voluntad compartida tenía fuerza.

La transformación

El agua no era suficiente para todas las parcelas, pero sí alcanzaba para mantener los cultivos de autoconsumo, para las mujeres que sembraban hortalizas, para los viveros de café y para las familias con niños.

Más importante aún, el gesto había encendido algo. Las personas que no creyeron al principio, ahora preguntaban cómo colaborar. El Consejo de Administración volvió a reunirse, esta vez con más gente en el salón y otra actitud.

—Tal vez no necesitábamos un pozo —dijo Jorge—. Lo que necesitábamos era organizarnos de verdad.

Y así fue como nació el Comité del Agua Comunitaria, donde mujeres, jóvenes, adultos mayores y productores coordinaban el uso del manantial, reparaban lo que se rompía y cuidaban la cuenca.

Rosa no pidió un cargo. Siguió como siempre: haciendo, sumando, animando.

El agua no solo corre por la tierra

Con el tiempo, el canal fue mejorado, con apoyo de otras cooperativas y una universidad. Pero lo más importante fue que la gente volvió a creer en sí misma.

Entendieron que el agua que volvió del cerro no era solo líquido: era memoria, era organización, era el hilo invisible de una comunidad que, cuando coopera, resiste cualquier sequía.

Mensaje

El cambio no siempre viene de los altos cargos ni de las grandes soluciones externas. Muchas veces empieza con una pregunta sencilla y una acción decidida.

Cooperar no es solo producir juntos: es cuidar juntos, decidir juntos, construir futuro en común.

Autor: Dr. José Guadalupe Bermúdez Olivares

Diseño: Luis Garnica